Recientemente pude ver, casi por casualidad un interesante reportaje que la 4 llevó a cabo en Egipto, más concretamente en el Cairo en su programa «Fuera de cobertura» sobre las micro y macroagresiones que sufren las mujeres en Egipto, sobre todo después de eso que ha venido en llamarse «Primavera árabe» y que más concretamente tuvieron lugar en la plaza Tarhir y que cualquiera de ustedes puede visionar tanto en youtube como en las noticias buscando en google.
Al dia siguiente me encontré de bruces con un post de Pablo Malo acerca de las culturas de la victimización, donde el lector interesado pues encontrar algunas teorizaciones inquietantes para entender este problema que ya había sido descrito por ciertos antropólogos como Peter Frost con el nombre de eva-burlas, el lector interesado puede seguir este concepto en este antiguo post sobre culturas de la vergüenza y culturas de la culpa.
Las periodistas que llevaron a cabo ese reportaje en la 4 y que de alguna manera estuvieron expuestas a estos ataques nos dejaron un documento muy interesante para aquellos que como yo seguimos estos temas y tratamos de explicárnoslos de una manera naturalística y prescindiendo en lo posible de presupuestos ideológicos o políticos. Me quedo con un par de entrevistas que llevaron a cabo, una a un comerciante del centro de El Cairo, en una zapatería y otra a unos adolescentes, de esos que pululan por las calles buscando chicas para intimidar, perseguir, insultar o molestar.
En ambas aparece un mantra inexplicable en la mentalidad occidental: la mayor parte de los hombres opinan que las mujeres se merecen este tipo de acosos debido a que las mujeres provocan a los hombres. Me hizo gracia sobre todo la entrevista que una de estas periodistas le hace a un señor mayor sentados en la zapatería de su propiedad y que lleva a cabo con los brazos desnudos y vistiendo totalmente de occidental. El hombre le dice claramente que «usted yendo vestida así me provoca porque me obliga a mirarla».
Me pareció fascinante, un hallazgo antropológico esencial, algo que aquí en nuestro mundo sería imposible de mantener, incluso de pensar. Los egipcios en su salsa no dudan en hacérnoslo saber. Las mujeres provocan a los hombres solo con mostrarse, es su manera de vestir la que les obliga a «pecar» o a tener malos pensamientos, es por tanto lógico que los hombres acosen a las mujeres «descocadas» incluso a aquellas que vistan de forma ortodoxa pero que se arriesguen a pasear por zonas calientes como ese centro de El Cairo que es un poco como el Harlem de Africa.
Naturalmente la hipótesis del programa era predominantemente de tipo sexista o politico: de lo que se trata -según ellas- es de impedir la vida pública de la mujer, una especie de censura política oculta. La hipótesis del patriarcado no apareció en el programa, pero andaba latente la causa final fe esos hechos: el machismo. El machismo como causa ultima de este tipo de intimidaciones y agravios.
La mujer del Cesar no ha de ser solo honrada, además ha de parecerlo.
El honor es un valor moral que está presente en prácticamente todas las culturas clásicas, no es solamente una cuestión nipona, sino que puede rastrearse en los orígenes grecolatinos de nuestra historia europea. Se trata de una forma de cohesionar las sociedades haciendo recaer sobre los individuos la responsabilidad de sus actos. decir honor es hablar de reputación, un seguro de vida para las transacciones, para los pactos y para los contratos, antes de que hubieran jueces o abogados.
Es por esta razón que las sociedades guiadas por el honor son precisamente aquellas donde el Estado es débil, ha desparecido o no ha podido llegar administrativamente a todos sus rincones. El honor es patrimonio de lo tribal y se regula a través de la vergüenza, caer en el deshonor es una forma de exclusión, de exilio y de marasmo social, nadie puede fiarse de la palabra de un hombre sin honor.
En este sentido el honor de los hombres depende fundamentalmente de su esposa, de sus hijos e hijas y es el hombre el depositario de ese honor que se adjudica a su familia y por lo que es merecedora de respeto y de confianza, un intangible a conservar. Una mujer que desafía el honor de su familia cometiendo adulterio o alguna transgresión relativa a esa cultura debe ser castigada, no por el Estado -demasiado lejano para delegarle ese papel-, y tampoco por sus vecinos sino por el más allegado a ella. es por eso que entre ciertas culturas existen todavía los castigos de honor, donde un hermano casi siempre es el encargado de castigar una hermana díscola.
Y es precisamente esa lejanía la que legitima también la venganza individual. Nada puede quedar sin castigo en una sociedad del desierto, donde las condiciones de vida imponen un divorcio entre el Estado si existiere y la exigencia individual de liquidar las deudas incluso al precio de la sangre. El «Ojo por ojo y diente por diente» es la primitiva forma de justicia que emana de esas culturas. Es así como ciertas culturas y quizá todas consiguieron cohesionar sus respectivas sociedades, junto con las creencias religiosas y una justicia divina en la otra vida si se cumplían -en ésta- las condiciones impuestas por la Ley, que en un principio fue integrista, es decir Dios (lo divino) y la justicia terrena eran la misma cosa.
El problema de las culturas del honor, por más trasnochados que nos parezcan sus presupuestos, no está en ellas mismas sino en su colisión con las culturas de la dignidad.
La cultura de la dignidad.-
Si el honor hay que merecerlo, la dignidad se supone que existe de hecho solo por estar vivo y ser miembro de una determinada comunidad. Más aún: pertenecer a la especie humana por sí mismo nos otorga una dignidad especial con independencia de si somos o no honorables.
La dignidad es un subproducto del cristianismo y la suposición de que todos somos hijos de Dios y de alguna manera, iguales ante su suprema indistinción. Las sociedades otrora guiadas por el honor sufrieron, sobre todo en Europa una transformación lenta a través de los años hasta establecerse hegemónicamente sobre la anterior, de la que aun quedan restos en todos y cada uno de nosotros.
Pero si pudo establecerse una cultura de la dignidad fue gracias al establecimiento de Estados fuertes que administraban la Justicia en nombre de sus súbditos. Ya no hacía falta la venganza personal pues el Estado velaba por nuestros derechos, como pasaron a conocerse a todas y cada una de nuestras obligaciones anteriores. No era ya necesario vengarnos de nuestros ofensores, bastaba con denunciarlos a la policía o llevar los contratos a una audiencia penal o civil.
La dignidad llevaba implicita la idea de la igualdad, de manera que las culturas igualitarias que hoy tenemos al menos en Europa se han desarrollado a partir de la idea cristiana de la dignidad de ser todos hijos de Dios, una idea muy original. Ya no hace falta hacer nada para mantener el honor, basta con ser un buen ciudadano y no delinquir contra el Estado y sus leyes para ser merecedor del honor que en cualquier caso viene colgando de la dignidad humana. Naturalmente esta igualdad se aplica tanto a hombres como a mujeres, y abarca las distintas razas, religiones, creencias u orientaciones sexuales, ideológicas o políticas. Se trata de la esencia de nuestra forma de gobierno: la democracia, algo incomprensible para una sociedad regulada por el honor como supremo valor moral.
Tolerancia, justicia y democracia son valores de esta idea de la dignidad. Y si la vergüenza es la emoción que regula las interacciones sociales en las culturas del honor, la culpa es la emoción que regula las interacciones en las culturas de la dignidad.
Choque de trenes.-
El problema adviene cuando ambas culturas entran en contacto en eso que ha venido en llamarse multiculturalismo y una de ellas ha de integrarse a la fuerza en la otra. Integrarse o asimilarse es de hecho un problema porque se supone que la distancia o el esfuerzo corresponde a aquel que llega como inmigrante y que lleva esa pesada carga de poseer una cultura «más atrasada», se trata de algo así como una conversión religiosa como imponer la democracia a la fuerza. En realidad la idea de integración supone una negación de las diferencias muy similar a las que castigamos con la idea de «xenofobia, en este caso predominaría la eliminación de las mismas. La diversidad si ha de ser diversa no admite a trámite ningún tipo de integración salvo si se renuncia a las claves identitarias que le sirven de soporte a los individuos concretos. No es de extrañar que los terroristas islámicos en Europa, sean esos que aparecían perfectamente integrados en sus sociedades y que incluso eran cantantes de rap y que se radicalizan rápidamente por Internet, una forma de decir que estas personas carecían de identidad, pues la integración en una sociedad de la dignidad está demasiado alejada de las tradiciones que sirvieron de soporte a estas personas en su imaginario, dicho de otra forma no sirve como modelo identitario salvo si se hace voluntariamente. Nadie puede obligar a nadie a integrarse o a seguir una moral impuesta por un tercero. Sus padres y sus abuelos dan fe de que esto solo es posible en apariencia.
El papel que juega lo publico y lo privado en la vida de las personas es también un abismo que separa ambas culturas. Para las mujeres árabes, gitanas y chinas denunciar una agresión doméstica es un deshonor. Y si el honor está por encima de la vida parece lógico que mantenerse fuera de los juzgados sea mejor idea que ir aireando los trapos sucios de nuestros familiares. Para nosotros parece ya un tópico el decir que las agresiones domésticas han de visibilizarse y denunciarse. La idea que preside esta forma de hacer, es que haciendo visibles todas las agresiones estas desaparecerán. Algo que es discutible por cierto.
Las periodistas de TV4 que hicieron el reportaje más arriba citado no conocen estas ideas y simplemente trataban de explicarse ese fenómeno de agresiones a mujeres desde su perspectiva de la dignidad occidental, donde una mujer tiene derecho a vestir como quiera o a pesar por donde le plazca y a las horas que quiera, pero pasaron por alto también un fenómeno interesante y es la deprivación sexual de los hombres de aquella cultura. Un hombre no puede acercarse a una mujer (considerada como de los suyos) si no está comprometido con ella, sólo entonces puede hablarle y pasear con ella, nada de arrumacos ni de cogerse de la mano por la calle. No es de extrañar que ante tanta represión sexual haya tantas micro y macroagresiones. Y tantos suicidios.
Pero ni siquiera el suicidio tiene la misma interpretación en una cultura del honor que entre nosotros.
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