«Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera». (Leon Tolstoi)
Estamos en la Rusia zarista alrededor de 1871, la guerra franco-prusiana está en sus estertores y mientras tanto la aristocracia rusa, llena de príncipes, condes y nobles sigue con sus bailes, teatros, operas y flirteos constantes. El 90% de los rusos viven en la miseria, con una agricultura atrasada, el analfabetismo es la regla y se trata de un privilegio cuando las clases populares pueden emplearse como siervos de alguna de esas familias aristócráticas: la élite diríamos hoy.
Los hombres aristócratas o bien sirven en el ejército o bien se dedican a la política o son funcionarios. Las mujeres por su parte viven en sus hogares con poca cosa que hacer debido al servicio que les asiste continuamenente en todas sus necesidades. En ese entorno de ociosidad surgirá una nueva subjetividad, la de Ana Karenina, una de las novelas más leídas de Leon Tosltoi y representante del romanticismo ruso junto con Dovstoyevski, es decir de la decadencia. La decadencia de la nobleza.
Ana Karenina es una mujer casada, con un hijo, esposa de un alto funcionario -Alexei- que vive en uno de esos palacetes con varias alas y un montón de habitaciones sin usar que dan esa impresión de lugares desangelados, impersonales, decorados a golpes de imitación de Francia y donde los niños se educan en francés. Alexei es un hombre adusto, preocupado por su carrera y su ambición política. La apariencia es su única moral y la reserva introvertida la forma de relacionarse con su mujer.
Es interesante resaltar que el matrimonio en aquellos tiempos era bastante distinto al concepto que de él tenemos en la actualidad con otros dilemas que proceden del campo de la igualdad y la isosexualidad. Divorciarse no sólo era bastante difícil sino que además estaba mal visto y podía liquidar más de una carrera. La vida era muy convencional y solo el teatro, las fiestas y una vida social constante y abrumadora para nuestro concepto actual permitían sobrellevar aquella vida sin futuro a las mujeres que como Ana, sentían su propia intimidad como encarcelada y se planteaban un más allá donde la felicidad acechaba siempre en forma de amor para quien osara adentrarse en ese país de los misterios que siempre guía a las heroínas enamoradas, una vida vacía y covencional para cualquier mujer despierta. Y no hay transgresión sin normatividad. Los matrimonios estaban pactados de antemano por personajes con vocación de celestinas y donde el interés mutuo presidía las decisiones.
Fue así que Ana y el conde Brodsky se conocen en una de esas fiestas donde se baila el vals. El encuentro es un flechazo repentino, una explosión, un hallazgo. Brodsky es uno de esos personajes chulescos y echados para delante, militar en retaguardia que vive de la pensión que su madre le pasa y que carece de oficio o beneficio como corresponde a su clase. Brodsky le pone cerco a la confusa Karenina que no sabe qué hacer y se debate entre el deber y el placer cuando se descubre enamorada y decide a abandonarse en sus brazos.
No voy a contar toda la trama de la novela que en cualquier caso podéis seguir en una de las tropecientas películas o series que de ella se han hecho y me voy a ceñir al argumento primordial de ésta que no es otro sino el gran tema de los amores imposibles.
Efectivamente Ana y Brodsky pueden ser amantes, verse en secreto pero no pueden hacer publico su amor. Les está vedada la extimidad. Pero ellos no se conforman con eso: quieren aparecer socialmente como un matrimonio ordinario y poder presentarse como pareja: ellos buscan legitimarse. Algo que no podrán hacer salvo un divorcio pactado que les permitiera casarse de nuevo.
Personalmente lo que me interesa señalar de esta novela es que se trata de la emergencia de algo nuevo: de una nueva subjetividad femenina. ¿Pero qué es una subjetividad?.
Una subjetividad es una manera nueva de ver las cosas y tanto Ana Karenina como la Mme Bovary de Flaubert representan una nueva forma de pensar el amor: más allá de las conveniencias y más allá del bienestar personal. El amor comienza a pensarse como una especie de fatalidad o inconveniencia, que es precisamente el certificado de legitimidad del amor verdadero. De la misma idea era Freud: el amor siempre tiene algo de inconveniente, que es lo mismo que decir que los amores fáciles tienen algo de sospechoso. Se trata de la mitología del amor, algo que ha llegado hasta nuestros días, tanto que nosotros los terapeutas solemos decir que alguien (usualmente una mujer) está enamorada del amor. Es como una vuelta de tuerca, una re-flexion (una flexión doble) que se lleva a cabo en el campo amoroso y que representa en esa época una novedad. Pero entiéndase bien: no es que antes de la Ilustración no existiera el amor inconveniente, no tenemos más que recordar la tragedia shakesperiana de Romeo y Julieta para constatar que el argumento del amor imposible ha existido siempre, solo que por distintas razones a las románticas.
Ni Romeo ni Julieta estaban casados, ni tenían hijos ni obligaciones con la vida más allá que disfrutar de la carnalidad de su juventud. No, pero pertenecían a familias enfrentadas entre sí, algo parecido a los amoríos entre cristianos y musulmanes o entre judíos y no judíos. El amor de Karenina y Brodsky es imposible porque ella está casada y vinculada a su marido por un buen catalogo de razones materiales y además por un hijo cuya mirada es en la novela secundaria, pues Tolstoi prefiere penetrar en la subjetividad de Ana, dejando en segundo plano cualquier identificación, si bien es cierto que el propio Tolstoi aparece en la novela en la figura de un personaje Lyovin, un escritor que vive en una propiedad agrícola dedicado a modernizar la agricultura rusa y tratar de mejorar la vida de los campesinos y que después de un desengaño con Kitti -que a su vez anduvo enamorada en su dia del conde Brodsky que la abandonó cuando se enamoró de Ana-.
En este sentido la pareja de Ana-Brodsky y la pareja Lyovin-Kitti son parejas inversas. Una es el espejo de la otra, un espejo invertido. Lyovin y Kitti construyen un matrimonio feliz cuando Lyovin comprende la subjetividad de su mujer que aspira a un matrimonio igualitario basado en la confianza mutua, es decir en la amistad, o en el sentido de «formar un solo ser» acaba imponiéndose a la subjetividad ancestral de Lyovin. Por el contrario los amoríos de Ana y Brodsky acabarán mal y como es sabido Ana acaba suicidándose cuando no encuentra una solución a su desesperación, a su «folie d´amour».
El amor de la Karenina podríamos hoy considerarlo como una obsesión. Una obsesión que se lleva por delante cualquier cosa: reputación, vida comoda y sobre todo el amor de un hijo que nunca perdonará a su madre su abandono, quizá tampoco a su padre. Una obsesión es una idea que se torna hegemónica en el campo cognitivo, una idea fija. Uno no puede librarse de las obsesiones salvo mediante algún truco mágico como son las compulsiones. Pero la obsesión de Ana no puede resolverse más que de una forma: la canibalización total del conde Brodsky que no solo pierde su rango militar y su puesto en el ejercito sino su fortuna. Brodsky no tiene más remedio que volver al redil de su madre, mientras Ana pierde la vida bajo las ruedas de un tren. Un tren que va y viene de Moscú a S. Petersburgo: un trayecto que representa en cierto modo su vida anterior de comodidades y lujos.
Las obsesiones existen porque existen subjetividades y si existen subjetividades es porque existen agujeros en nuestra mente que rellenamos con relatos sin autor. Relatos sin autor significa que se trata de relatos que se construyen solos y donde la conciencia no interviene salvo para añadirles algún que otro adorno propio. El amor de Ana es en realidad un relato que ella tramita como algo genuino. Hoy hablaríamos de inconsciente o bien de que la subjetividad es un patrón emergente velado (como el velo) de Isis que opera como un atractor para un mente simple, esas que no conocen la complejidad y que ciertas adversidades de la vida no pueden ser resueltas de un modo satisfactorio para todos. Los amores imposibles son imposibles porque no pueden hacerse compatibles con la realidad. He dicho compatibles porque adaptarse es otra cuestión. Y la realidad es inexorable con quienes la pretenden negar o desafiar.
El enigma del inconsciente es revelar como una sola entidad puede ser, al mismo tiempo, la que oculta algo y a la que se le oculta ese algo. Esto solo puede suceder porque la unidad y la transparencia que normalmente adscribimos a nuestra mente son ilusorias. Los huecos y las incoherencias son aspectos constitutivos de lo que somos. Lo que llena esas lagunas son historias que, por tanto, tienen vida propia.
Y -como dice Fisher- el recuerdo en sí ya es un relato, y cuando hay huecos en la memoria, necesitamos fabricar historias nuevas para rellenar esos agujeros, es por eso que los humanos inventamos cada época una o varias subjetividades nuevas aunque muchas de ellas están condenadas al fracaso. Pero ¿quién es el autor de esas historias? La respuesta es que no es tanto un autor como sí un proceso de fabricación de recuerdos sin nadie al mando.

No quiero terminar este post sin nombrar a Jared Diamond quien en su libro «Armas, gérmenes y acero» describe lo que él llama «El principio de Ana Karenina» que viene a decir hablando de la evolución de la domesticación y tratando de encontrar la causa de que tan pocos animales hayan sido domesticados que: para que una empresa sea exitosa, cada posible deficiencia -en cada uno de sus pasos- debe ser evitada.
O lo que es lo mismo, el principio de Peter: si algo puede salir mal, saldrá.
Bibliografía.-
Mark Fisher: «Lo raro y lo espeluznante»
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