Roma en el diván

Después de leer los tres volúmenes de la trilogía de Santiago Posteguillo sobre la vida de Escipión me han venido a la mente tantas cosas que creo que vale la pena escribir algún que otro post adicional para señalar las ideas que se me han ocurrido durante su lectura, algunas de las cuales ya expuse en un post anterior.

En realidad la historia de Escipión contiene numerosas claves para la comprensión de ciertos fenómenos que ando ahora escarbando desde que inicié la serie que titulé «Bipartidismo cerebral» donde abordé el hecho de que nosotros los humanos estamos escindidos de origen y le encontramos mucho gusto a los oposicionismos que emergen de nuestra condición dual. Leyendo el valioso libro de Posteguillo no he podido sino reubicar las numerosas dialécticas en que se encuentra apresado lo humano y que se extienden también a las organizaciones sociales -en este caso politicas- inventadas por los hombres.

Entiendo que desde el punto de vista político es posible enumerar tres grandes épocas relacionadas con la dialéctica:

  • La dialéctica Monarquia-Pueblo.
  • la dialéctica Estado- Ejército.
  • La dialéctica entre partidos (izquierda-derecha) en la que estamos aun enmarañadas las democracias actuales.

El libro de Posteguillo es un magnífico pretexto para saber más de la segunda de estas dialécticas, las contradicciones y paradojas que se presentan entre estas dos formas de entender el poder y que de alguna manera explican las razones por las que los Imperios, -todos- han sucumbido a sus propias contradicciones.

Roma fue una República, una democracia muy avanzada para su tiempo -pero imperfecta como toda forma organizacional de lo humano- que emergió de la tiranía de los reyes que asumieron el gobierno de la primera parte de su historia hasta que fueron sustituidos por regímenes politicos e instituciones pluripersonales -el Senado- y jurídicas -el derecho romano- que ha llegado hasta nuestros dias lo que da fe de la fortaleza de aquel régimen.

Sin embargo y paralelamente Roma desarrolló un poderoso ejército que poco a poco fue invadiendo territorios vecinos e inmiscuyéndose progresivamente en un proceso que vino a llamarse «romanización» y que no era sino el pretexto para conquistar otros pueblos y territorios, esclavizando a sus oponentes o enfrentándose a ellos sin cuartel. Y fue asi hasta el punto de que casi toda su población – la ciudadania libre- estaba destinada a la guerra.

Asi, las legiones romanas -una maquinaria de guerra perfecta- llegaron a ser tan poderosas que extendieron su dominio no solo por el mediterráneo sino llegando a lugares tan alejados como Hispania o Asia menor. Y a medida que el prestigio y el poder del ejército crecía el temor del Estado representado por el Senado crecía tambien alimentando el fantasma de la monarquía. Casi cualquier general con excesivo éxito podia ser sometido a la sospecha de que pretendia llegar a ser rey.

Y esta es la dialéctica que podemos observar en la trilogía de Posteguillo representada por el poder consular de Publio Cornelio Escipión y el poder politico senatorial representado primero por Fabio Máximo y posteriormente por su sucesor, Marco Poncio Catón.

La persecución política que sufre el héroe de la historia, Publio Cornelio Escipión por parte de sus adversarios lleva al lector de esta novela a tener que identificarse con alguno de ellos, sin caer en la cuenta de que ni Escipión probablemente albergaba deseos de llegar a ser Rey ni es tan probable que Máximo o Catón estuvieran defendiendo el régimen democrático tal y como lo entendían los romanos.

En realidad de la lectura de esta obra cabe sospechar que Catón andaba movido por motivaciones personales. La envidia a veces aparece disfrazada de generosidad democrática, pero tanta vehemencia y persistencia en la persecución de un adversario sólo puede estar dictada por un intenso sentimiento de revancha y no tanto por un ideal que suele ser el señuelo que esgrime el envidioso para ser seguido por otros como legítima aspiración.

Lo cierto es que la sospecha de que Escipión trataba de apropiarse del poder de Roma fue ganando adeptos poco a poco hasta que el propio Catón casi provoca una guerra civil al darle a Escipión la oportunidad de emprenderla al encarcelar a su hermano en uno de esos juicios que parecen diseñados para que los jueces terminen favoreciendo las tesis de quien los promueve.

La sospecha de Catón acabó siendo una profecia autocumplidora y efectivamente Escipión casi mete a Roma en una guerra civil al tratar de liberar a su hermano Lucio de las mazmorras donde fue encerrado tras la sentencia de aquel juicio amañado. El hecho de que Escipión no comenzara una guerra civil solo pudo deberse a dos circunstancias: la primera era que nunca había estado en su mente tal cosa (la de ser Rey) y la segunda es que aceptó la propuesta de Tiberio Sempronio Graco para exiliarse y evitar asi un enfrentamiento entre civiles a cambio de que su hermano fuera liberado.

¿Quien tenia razón en este conflicto? ¿Tenia razón Catón al sospechar de Escipión o por el contrario fue el propio Escipión victima de un mobbing eterno?

La pregunta anterior tiene mucha consistencia psicológica puesto que es seguro que todos y cada uno de nosotros -si hemos leido la novela- tengamos una opinión formada sobre ello.

Lo cierto es que esa pregunta no puede responderse más que en términos de opiniones poniéndonos en el lugar de los contendientes segun nuestras simpatías. La razón de que no podemos ser objetivos es porque se trata de un wicked problem, un problema enmarañado que no puede responderse sin tener en cuenta el contexto del que procede. Y el contexto no es otro sino  la inmutable y pertinaz dialéctica Estado-Ejército.

El Estado romano se basaba en su ejército para conquistar otro territorios, el ejercito era una herramienta del dominio del Estado al que proveia de recursos y de riquezas y sin embargo -y aqui está la contradicción del sistema- los éxitos del ejército ponían constantemenete al Estado contra las cuerdas. La lógica de la guerra implica la formación de héroes y de publicidad lo que no hacia sino engrandecer las figuras de aquellos generales victoriosos que a la postre eran vividos como posibles enemigos de la democracia.

Pero no hay que caer en la trampa de pensar que los senadores (los políticos) eran intrínsecamente buenos y defensores de la ley. Queda muy claro en el libro de Posteguillo que ayer como hoy, la Ley puede ser retorcida, forzada e interpretada de acuerdo con los planes que se persigan en cada momento. Ningun político acata la ley sin oponer resistencia a su dureza a pesar de que suele decirse de que no hay nadie que este por encima de la ley, basta recapacitar sobre lo que pasa en nuestro pais con la legalización de Bildu y el tribunal Constitucional.

Ustedes hagan las leyes que yo haré los reglamentos, solia decir el Conde de Romanones. Es lógico puesto que la Ley no es mas una abstracción escrita con letras impersonales que luego hay que adaptar a cada caso concreto. Y ahi está precisamente la grieta: en su interpretación que puede hacerse violando incluso el espiritu de la mano que la guió.

Ambos: Catón y Escipión era victimas de su propio entorno, sus reglas de juego. Un entorno que no pudo resolver la dialéctica emergente entre  Estado y su ejército, una dialéctica que se prolongó en Europa hasta hace muy poco tiempo. Hay que recordar que el ejército nacional emergente de la guerra civil tomó el poder en España durante mas de 40 años debido precisamente a una lógica bélica donde el ejército habia aplastado al Estado a través de una guerra civil.

Dicho de otra manera: la dialéctica entre ejército y Estado solo puede resolverse subiendo un escalón más en la pirámide democrática, no puede resolverse desde dentro de las reglas del sistema. Los regímenes parlamentarios democráticos fueron los que resolvieron el problema que todos los gobernantes no democráticos  solían tener con sus ejércitos victoriosos al desplazar la dialéctica hacia otro lugar: la dialéctica izquierda-derecha.

Y efectivamente, Roma no era un regimen democrático, solo habia subido un escalón al renunciar a la monarquía -seguramante el régimen más atávico que los humanos pudimos inventar como sustitución de Dios- y donde el Rey, el Estado y el Ejército eran la misma cosa, mientras que el pueblo no era sino una nube informe de súbditos sin derechos individuales.

Escipión murió en el exilio y apareció ante sus contemporáneos como un héroe sacrificial, pero en realidad el sacrificio de Escipión no sirvió para evitar la predicción de Catón referida a sus intenciones y sólo consiguió retrasarla:  llegarían otros generales que aprenderían la lección. Uno de ellos, el más importante quizá fue Julio Cesar, otro general victorioso amado y odiado por su pueblo pero que no sólo era un buen militar sino también un intelectual que habia leido a Escipión o al menos conocía su historia narrada por Polibio. Julio Cesar no se detuvo en el Rubicón y atravesó aquel limite sagrado para la ley romana. «Alea jacta est» fueron las palabras que dicen que pronunció mientras cruzaba esa frontera simbólica.

No solo terminó con la República sino que metió al Estado en dos guerras civiles, una de las cuales tuvo lugar cuando ya habia sido asesinado ¿dónde? En el Senado por supuesto.

Hay que recordar ahora que la República romana dejó de existir poco tiempo después a pesar de que unos y otros decian combatir por conservarla. Cesar Augusto fue el primer emperador y como todo el mundo sabe el Imperio no sobreviviría a sus contradicciones mas que unos 500 años más hasta que fue devastado por tribus bárbaras.

Catón no se equivocó en su presunción de que los generales terminarían por arruinar el Estado , se equivocó sólo de persona, pero no erró en su presagio de que la República estaba amenazada aunque no alcanzó a vislumbrar que la principal amenaza procedia de las propias condiciones del sistema.

Un Estado basado en la rapiña y la conquista no puede sino albergar en su seno a los carroñeros que llegarán a terminar con él.

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