Es verdad que Alma Mahler era una mujer elegante y no exenta de esa clase inquietante de belleza que tanto atrae los hombres que -sin saberlo- se encuentran fascinados por aquellas mujeres incapaces de amarles, tambien es verdad que habia cursado estudios de música y que tocaba el piano y que incluso pintaba bastante bien al decir de sus amantes, pero tambien es verdad que carecía del talento de su marido Gustav y quizá por eso nunca se divorció de él aunque le puso todos los cuernos que pudieran caber en aquella insigne cabeza que compuso el Adagietto, ese que suena en la pelicula «Muerte en Venecia» y que pertenece a la 5ª sinfonia. Un movimiento -por cierto dedicado a Alma- como gran parte de su obra póstuma a la que su esposa trató de castrar haciéndola escribir de nuevo por un músico sin talento a la postre amante de ocasión.
Con todo la vienesa ilustre ha pasado a la historia por su apellido de casada del que nunca se desprendió, una costumbre que no siguió otra de las «femmes terribles» de la epoca, me refiero a Lou Andreas Salomé, amante de Rilke, de Wagner y de Nietzsche y a la sazón «forofa» de Freud, algo que financió su aristocrata marido ruso y cornudo donde los hubiere, la Andreas compartió con la Mahler su pasión por los grandes hombres y con otra gloriosa progre de la epoca, Maria Bonaparte la exégesis divulgativa y el marketing publicitario del psicoanalisis entre los decadentes aristócratas de las mortecinas cortes europeas. La Andreas compartió con la Bonaparte su fervor por Herr Profesor, tanto que casi se cortan el clítoris al alimón para demostrar la teoria freudiana de que el orgasmo maduro era el vaginal. Se lo tomaron muy al pie de la letra, pero afortunadamente no llegó la sangre al rio y no hubo al final mutilación.
Probablemente de todas las hazañas dignas de mención de la Mahler fue su aventura de soltera con otro Gustav, esta vez Klimt, que era un fauno bien armado al que se le cuentan docenas de hijos bastardos y eso que manteniéndose fiel a su instinto nunca se casó, ni siquiera con Adéle Bloch, otra de las vienesas de la movida de fin de siglo que es a juzgar por los retratos que le legó su amante una mujer inquietante. Mientras la pintaba Klimt inventó el simbolismo y emuló a Rimbaud enfrentándose al realismo social que por entonces amenazaba con aburrir hasta a las piedras.
Obsérvese el poderío hipnótico de la urobórica Adéle:
Al final todas ellas se llevaron a casa lo que pudieron de la obra de
Klimt y a otra cosa, hasta a la Mahler le llegó su turno y eso que Klimt nunca la retrató, deberia fiarse poco de ella, porque a fin de cuentas una cosa es ser un artista y habitar la bohemia como Tamara de Lampicka, que vivió siempre en el borde y otra cosa son los advenedizos que de no ser por tipos como los Gustavs nunca hubieran pasado a la eternidad y deberian haberse contentado con vivir sin dar golpe que no es poco.
Pero asi es la vida, y a veces lo que queda es la pasión de los genios, para muestra este botón de sublimidad.