Para ser un artista no hace falta estar loco, pero la locura y la creación artistica tienen un denominador común: las dos son creaciones individuales, esta es la razón por la que existen tantos ejemplos de artistas locos y al mismo tiempo artistas cuerdos. Y la creación es en cierto modo un fenómeno de la locura, de la locura cuerda que anida en todos nosotros.
Hubo un tiempo en que el genio se identificó con la locura, aun hoy en el imaginario popular la creatividad artistica se asocia con una cierta excentricidad. Esta convicción procede de una creencia que nos viene del Romanticismo: el artista es un ser especial, un genio, un excentrico, un bohemio, que es a su vez, un ser extraordinario, fuera de lo común. Esta concepción romántica del artista heredó algunos axiomas del daimon de los griegos, es decir de la suposición de que en el psiquismo del iluminado reinaba una especie de duendecillo juguetón que se encargaba de tramitar lo humano y lo divino. El daimon socrático era pues el representante de la divinidad. El Sturm und drang romántico alemán vino a sustituir esta divinización del daimon por un agente más terrenal: el ser humano dotado de un extraordinario poder creativo, algo inalcanzable para sus coetáneos que sólo podian admirar al genio sin poder nunca acceder a la genialidad.
Esta concepción de las cosas llevó aparejada que los artistas -sobre todo a partir de Beetthoven– se identificaran con este papel de portadores de lo extraordinario, a veces de lo sobrenatural y esa identificación llevó a los artistas hacia las fronteras de la normalidad, atrayendo hacia si a parias y locos sin más talento que su delirio. Hipertrofiando y vulgarizando el narcisismo y sus efectos secundarios sobre el cuerpo y sobre la alteridad, ellos inventaron a l´enfant terrible, esa especie de sujeto que parece vivir sin tabúes, sin las trabas sociales que asfixian a la gente común y que se adjudicaran el derecho a escandalizar. Todo el arte del siglo XX – desde el dadaismo al arte pop- tiene como objetivo lograr el escándalo, la mirada admirativa, buscando epatar, conseguir la mirada y la sorpresa al precio del histrionismo y de la transgresión. En este caso a través del homoerotismo.
Tamara de Lempicka es una de esas artistas que gustaban escandalizar, tanto desde su condición de ser fronterizo como de mujer, siguiendo la estela de otra gran escandalizadora Isadora Duncan de la que fue coetánea y que parecian reivindicar para la mujer un papel nuevo y revolucionario similar al del hombre, una igualdad que se buscaba desde la posición de ser elitista o extraordinario que nada aportaba a las mujeres comunes.
El art deco es otra manera de llamar a la pintura oniroide que lleva la marca de la suprarealidad, en sus cuadros aparecen de nuevo esos fantasmas imaginarios que ya han pasado a ser patrimonio de los humanos más convencionales. Ya nadie se escandaliza del arte, porque hoy el escándalo habita en lo real, pero estos precursores merecen conocerse, pues fueron ellos los que inventaron tanto al artista transgresor, como al artista drogadicto y al artista promiscuo que hoy ya han pasado a formar parte del catálogo de elección de las personas comunes al haberse diseminado todos los goces y ponerlos al alcance de todo el mundo como si fueran «oportunidades de ser» como una identidad que se elige como se elige un producto de consumo y que se olvida en el armario cuando ya no es necesaria.
Ellos nunca debieron salir del templo, pues su locura fue benefactora para el resto de la humanidad, ellos eran seres consagrados y pagaron con su vida sus excesos. Aquellos que carecen de creatividad sin embargo son sólo imitadores de sus extravagancias. El deseo de ser visible es hoy el sustituto del arte de las vanguardias del siglo XX. La apariencia se ha convertido en una transparencia, todos lo velos han sido apartados y el principio de la realidad de los humanos se resiente. ¿es por eso que hoy existen tantos trastornos de personalidad de tipo fronterizo?