Hubo un tiempo en que tatuarse la piel era cosa de toreros, marineros o legionarios, cosa de titiriteros y rufianes, haraganes y pendencieros. Los más frecuentes y enigmáticos eran aquellos que aseguraban algo ambigüo, como «amor de madre» o bien se trataba de mostrarnos al monstruo para ahuyentar quién sabe qué depredadores, o bien -lo más frecuente- el tatuaje era un nombre de mujer.
Eso parece que le sucedió a aquel marinero tan rubio como la cerveza del que nos hablaba Dª Concha Piquer a través de aquellas letras de León con musica de Quiroga. Escucharles hoy es un ejercicio de nostalgia que nos retrotrae a un mundo donde algunas cosas habian alcanzado un estatuto de seguridad: el tatuado era un canalla y sanseacabó. Quizá también valiente y heroico en tanto que aquel mundo «cutre» que describieran y dieran a conocer las tonadilleras miseras de nuestra mísera España de cuando entonces ha fenecido completamente y ya pertenece a la nostalgia o a la antropología. Ahora ya no hay marineros con tatuajes, sino que el tatuaje se ha instalado definitivamente como una segunda piel de seres anónimos y transitorios sin vocación heroica alguna y sin saber que sus predecesores marcaban su piel como una fatalidad y no como un ornamento. Esta es la historia tal y como nos la cantó la Piquer, valenciana con vocación de Rociera.
TATUAJE
Él vino en un barco de nombre extranjero,
lo encontré en el puerto un anochecer
cuando el blanco faro sobre los veleros
su beso de plata dejaba caer.
Era hermoso y rubio como la cerveza;
el pecho tatuado con un corazón.
En su voz amarga había la tristeza,
doliente y cansada, del acordeón.
Y entre dos copas de aguardiente
sobre el manchado mostrador
él fue contándome entre dientes
la vieja historia de su amor:
Mira mi brazo tatuado
con este nombre de mujer.
Es el recuerdo del pasado
que nunca más ha de volver.
Ella me quiso, y me ha olvidado,
en cambio, yo no la olvidé,
y para siempre voy marcado
con este nombre de mujer.
Él se fue una tarde con rumbo ignorado
en el mismo barco que lo trajo a mí,
pero entre mis labios se dejó olvidado
un beso de amante que yo le pedí.
Errante lo busco por todos los puertos;
a los marineros pregunto por él,
y nadie me dice si está vivo o muerto
y sigo en mi duda, buscándolo fiel.
Y voy sangrando lentamente,
de mostrador en mostrador,
ante una copa de aguardiente
donde se ahoga mi dolor.
Mira tu nombre tatuado
en la caricia de mi piel,
a fuego lento lo he marcado
y para siempre iré con él.
Quizá ya tú me has olvidado,
en cambio, yo no te olvidé,
y hasta que no te haya encontrado
sin descansar te buscaré.
Escúchame, marinero,
y dime: ¿qué sabes de él?
Era gallardo y altanero,
y era más dulce que la miel.
Mira su nombre de extranjero
escrito aquí, sobre mi piel.
Si te lo encuentras, marinero,
dile que yo muero por él.
Dicho de otra manera: que los desengaños amorosos forman como una cadena, una red acausal que tiende a autogenerar nuevas decepciones, nuevas lacras, como esos atractores extraños que fagocitan eventos similares, la decepción anterior atrae la decepción novata y cuando esto sucede es el destino, esa repetición fatídica, se habrá impuesto y entonces sólo la ginebra puede amortigüar el desastre. También la piel -ultimo reducto de la libertad formal de nuestro mundo opulento y democrático- es el lugar donde mostrar las heridas de la vida y de paso atemorizar al Otro evocando lo monstruoso.
O lo risible.
Ponerle bordes a los acontecimientos o sea al cuerpo que es el único acontecimiento que algunos pueden arriesgar de sí mismos.
No me cabe ninguna duda de que la máscara y el tatuaje simbolizan lo inconsciente -ese demonio sexual que no podemos ver-, algo distinto al «piercing» que es más bien un nudo, una grapa que intenta atar lo simbólico de tan vulnerable que se siente uno cuando la única pantalla de sus sueños es la piel.
Este es el nudo visto tridimensionalmente:
La piel, ¡oh, la piel! Ya lo digo yo siempre, que es como la superficie del mar, con tatuajes o forúnculos, y vaya a saber qué habrá tras ese telón de seda lleno de nombres grabados a tinta azul, roja o, a veces, incolora.
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