Lo monstruoso existe pero todos sabemos donde se encuentra, habita en la oscuridad, en la tiniebla, en el mundo de abajo. Se encuentra separado de los focos de la escena por barreras dificiles de franquear, barreras que conocemos con el nombre simbólico de laberintos: poblados de personajes benefactores y perversos, el pudor, la vergüenza, el miedo; el monstruo de cada cual se oculta del mundo de los vivos pero el espanto o el horror habitan detrás de las bambalinas del teatro del mundo, en el backstage como se dice hoy. La función del monstruo es guardar la puerta de lo infranqueable como Cancerbero o señalar el centro como el Minotauro, o seducir al navegante como las sirenas, ocupa el monstruo ese lugar, ese centro profundo e inenarrable que sólo algunos fingen desconocer, pero a veces se muestra a la luz, se hace heterotópico al decir de Foucault: su misión es señalar el espanto y lograr el repudio, multiplicar la aversión, diseminar la culpa, socializar el horror. Y es eso precisamente lo que pretenden y consiguen los que en sí mismos encarnan ese antivalor que es el monstruo.
La obesidad extrema es monstruosa como la delgadez: su misión es alejar al partenaire, mantenerle a distancia pero tambien sojuzgarlo a través de una mirada horrorizada. Una mirada que a veces atraviesa el espejo del cuerpo como cuando éste se hace translúcido, una mueca de la muerte, una complicidad tanática: la destrucción del espejo, la destrucción del otro que mira.
El monstruo a veces desea ser admirado aun a costa de transformarse en una coraza plúmbea impenetrable. Basta con la mirada, no se busca al otro, ni la alteridad, puesto que el sujeto no es ya más por su experiencia, por su esencia, por sus conocimientos o por su biografía, el sujeto es sólo apariencia, es sólo look, el soporte de una mirada que desprecia, que sucumbre hipnotizada o que se rinde al temor.
A veces el monstruo es segregado por la piel, puesto que es la piel el telón que separa la escena de la platea, en esa frontera, en ese lugar se escenifica el horror a través del pretexto del body-art. No es la belleza la que emerge en la piel, sino el monstruo que se exhibe para alejar al otro y retener su mirada hipnotizada.
El piercing es la ultima versión de esta fragmentación perforada que erige al cuerpo como escenario y perfomance del look, de la identidad imaginaria. De esa nueva identidad que parece surgir de la piel cuando el registro simbólico ha sido obturado por las imágenes, por esa sobrecarga de irrealidades que proceden de afuera y que no somos capaces de transformar a través de nuestro aparato de abstracción, entonces el monstruo se extravasa por la piel como un exudado delimitando a un cuerpo troceado que deviene en ectoplasma frankesteiniano, más cercano a un mutante que a un humano. A fin de cuentas lo más fotogénico es siempre lo inhumano, por eso siempre habrá una extraña simbiosis entre la fotografia y el monstruo.
Entre el arte y lo monstruoso.
Aqui hay una selección de piercings en formato de diapositivas.
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